La minería a cielo abierto no es sostenible debido a la devastación que provoca en la naturaleza y los efectos negativos que deja entre la población, además de la incapacidad de ese sector para crear cadenas duraderas de valor en las localidades, afirmó la doctora Aleida Azamar Alonso, investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), de la Ciudad de México (CDMX).
Indicó que la clave para revertir esta situación está en la organización y la participación colectiva, ya que dicho “modelo de explotación desgaja el suelo para extraer agua y recursos de manera expedita y barata, pero los procesos de remediación implican cantidades millonarias que las empresas no están dispuestas a desembolsar”.
En muchos casos, los territorios donde tiene lugar el extractivismo –que debe ser prohibido y los permisos revocados debido a los daños irreparables que ocasiona– han sido militarizados para favorecer la actividad de transnacionales, que obtienen los bienes de la tierra en cantidades mayores a las requeridas por una región o país.
Dicho sistema destruye también el tejido social, “al imponer esquemas ajenos a la cosmología del lugar y se apropia del espacio cultural”, mientras que arroja una limitada aportación al Producto Interno Bruto de las naciones, pues genera pocos empleos de baja remuneración y nulo impacto en la innovación tecnológica, explicó la investigadora del Departamento de Producción Económica de la Unidad Xochimilco de la UAM.
En contrapartida es causa de conflictos violentos, pobreza, inequidad y enfermedades por el uso de químicos durante en los procesos de explotación, incluida la invasión de espacios protegidos o reservas naturales, con la consecuente destrucción de flora, fauna y cuerpos de agua, en aras de mayor rentabilidad.
En América Latina casi todo lo que se extrae se vende al exterior y “vemos un proceso de reprimarización que puede conducir a riegos por la dependencia en los cambios de precios de las materias primas, que son recursos finitos,” señaló la presidenta de la Sociedad Mesoamericana y del Caribe de Economía Ecológica.
Los países donde se dan estas prácticas tienen una menor esperanza de vida –de 65.7 años, en promedio– casi ocho menos que los no extractivistas; en cuanto a educación, los primeros tienen un promedio de 10.5 años de formación académica, frente a 14.7 años de aquellos donde este modelo no es dominante en la economía.
En América Central, las mineras aportan sólo entre 2 y 3% al PIB; 1% al empleo nacional y entre 5 y 8% al fisco, sin embargo, más de 60 por ciento de los proyectos ha ocasionado conflictos sociales por la apropiación de territorios.
En Guatemala “existen 300 concesiones mineras vigentes y 600 activas, es decir, casi una tercera parte del suelo está en esa condición o en proceso de estarlo.
La mina Marlin cerró en 2017, después de haber agotado los recursos en 12 años, periodo en el que extrajo 63 toneladas de oro, equivalentes a cuatro mil 400 millones de dólares, pero destinando apenas 1% –44 millones de dólares– “a lo que llaman inversión social, que no es más que la compra de voluntades”.
En Honduras, 35% del territorio está concesionado y en el valle de San Martin una firma canadiense ocasionó graves afectaciones a la salud de la población al secar 19 manantiales.