Existe una estrecha relación entre la calidad del sueño y la salud mental; “si duermo bien, mi salud mental es buena, pero si esta se modifica o altera, mi sueño también”, destacó la investigadora de la Facultad de Ciencias de la UNAM, Pilar Durán Hernández.

La especialista en neurobiología afirmó que los problemas del dormir afectan a 45 por ciento de la población mundial. La falta de sueño cambia el estado mental de los individuos, ocasionando síntomas de depresión, además de mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares, metabólicas y neurológicas.

Expuso que la mayoría de los adultos requieren dormir de siete a ocho horas, incluso nueve por noche, para mantener una buena salud y funcionamiento mental. Aunque hay quienes solo descansan cinco y están perfectamente bien.

La divulgadora de las neurociencias resaltó que numerosos trastornos mentales se asocian al insomnio, lo que constituye un factor de riesgo para padecer depresión clínica, persistiendo después de superarla.

Por ello, recomendó mantener prácticas que ayuden a cuidar la calidad de nuestro descanso por las noches y a prevenir desajustes en los horarios (higiene del sueño) como ocupar nuestras camas solo para ir a dormir; tomar una siesta diaria de al menos 20 minutos; evitar tener pantallas en la habitación; no consumir alcohol antes de dormir; realizar actividades relajantes; cenas ligeras; tampoco efectuar ejercicios intensos en las noches; y levantarse siempre a la misma hora.

Durán Hernández recordó que existen mitos, como tener que dormir ocho horas diarias, pero no necesariamente es así, pues depende de la edad. Por ejemplo, los bebés y adultos mayores lo hacen más. También se maneja que quien ronca no descansa; sin embargo, el que no duerme es el compañero o compañera de habitación.

Otro es que si lo realizó el doble de tiempo recuperó sueño perdido; eso es falso, si tengo somnolencia diurna no estoy durmiendo lo suficiente, aunque también puede ser consecuencia de estar enfermo y el cerebro indica que lo haga para reparar la salud, aclaró.

Cuando envejecemos lo llevamos a cabo por más tiempo durante el día y menos en la noche; un recién nacido, 16 horas diarias en promedio; durante el primer año de vida, 14 horas con dos siestas diurnas; a los cuatro años, 10 horas y una siesta al día. Sin embargo, cuando se llega a la adultez disminuye la necesidad de dormir, pero se vuelve más eficiente, dijo la experta.

Abundó que en la etapa de adulto mayor la arquitectura del sueño se fragmenta disminuyendo la cantidad de sueño MOR (fase en la que aumentan la actividad cerebral, respiración, frecuencia cardíaca y presión arterial mientras los ojos están cerrados y se mueven con rapidez).

Durán Hernández recalcó que conforme las personas envejecen descansan menos, pero nuestra estructura del sueño se rompe y empezamos a tener problemas de memoria porque el sueño MOR ya no está tan estructurado.

“En ese proceso hay enfermedades o alteraciones que pueden agravarse, como las neurodegenerativas. Si no lo hacemos bien y suficiente durante la noche, esto sucede con varias de nuestras condiciones orgánicas y casi todos los desórdenes del sueño como: insomnio; narcolepsia; hipersomnolencia; apnea del sueño; variaciones en el ritmo circadiano; alteración de las ensoñaciones; síndrome de piernas inquietas; además que los problemas metabólicos empeorarán”.

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