En México existen al menos 15 municipios mineros de importancia mundial; sin embargo, esta actividad no ha contribuido al bienestar de las comunidades ni ha generado recursos públicos para el país, porque no está pensada para beneficiar a los trabajadores ni a las poblaciones donde se desarrolla, sino que “se trata de prácticas monopolizadas por empresas de clase mundial que luchan a través de la especulación y la desposesión”, señaló la doctora Aleida Azamar Alonso, investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).
En el libro Así se ve la minería en México –editado por la UAM, el Observatorio Académico de Sociedad, Medio Ambiente e Instituciones y OXFAM México, entre otros organismos– la profesora de la Unidad Xochimilco realiza un análisis normativo y estadístico en el que señala que la expansión de esta actividad en México en este siglo es resultado de reformas legislativas de la década de 1990, cuando se derogó la Ley Reglamentaria del Artículo 27 Constitucional en materia de Explotación y Aprovechamiento de Recursos Minerales de 1975, para establecer la Ley Minera de 1992.
Dicho proceso, sostuvo la académica del Departamento de Producción Económica de la Unidad Xochimilco, modificó en forma notable los alcances de acción que tenía el Estado mexicano para intervenir o regular el sector, pues el interés era flexibilizar las normas para atraer inversión hacia esta labor.
Entre las divergencias que la especialista identifica entre las leyes de 1975 y las de 1992 sobresale la relacionada con la naturaleza del capital, pues los artículos 8 y 12 de la primera refieren y diferencian los alcances de participación extranjera, que no pueden ser mayores a 49 por ciento en ningún caso; mientras que en la segunda los artículos 10 y 11 sólo requieren que sean sociedades constituidas bajo leyes mexicanas, sin importar su origen.
En cuanto a la vigencia, la primera ley señala en su artículo 33 que las concesiones para exploración tendrán validez de tres años que puede extenderse por tres más y, en el artículo 34, de 25 años que podrán diferirse por otros 25. En la segunda ley las concesiones durarán 50 años, prorrogables por otros 50, prácticamente de 100 años, comentó.
En relación con la superficie territorial, la ley de 1975 establece en el artículo 33 que la exploración tiene un máximo de 50 mil hectáreas que después de caducar el permiso no debe rebasar lo dictado en el artículo 35. Asimismo, los artículos 34 y 35 señalan que cada concesión ampara un solo lote de 500 hectáreas y que en su conjunto no se pueden aprovechar más de cinco mil hectáreas. En la Ley de 1992, la superficie territorial está indefinida.
Como resultado de un fuerte cabildeo corporativista en la antesala de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte se promulgó la nueva ley en 1992, pese a que presentaba distintas inconsistencias con la Carta Magna, entre las que destaca el artículo seis, que señala que la minería es una actividad de utilidad pública y con preferencia sobre cualquier otra, lo que violenta los derechos de autodeterminación de las comunidades, señala la investigadora.
La doctora en Economía Internacional y Desarrollo por la Universidad Complutense de Madrid expone que en la década de los noventa del siglo pasado se inició un proceso conocido como el boom extractivista, como resultado de presiones políticas y económicas de Estados Unidos y naciones de Europa a países de América Latina, África, y Asia Central, proceso que se caracterizó por el incremento intensivo de flujos de inversión para el desarrollo de proyectos del tipo en zonas donde esta operación tenía poca o nula presencia.
En el país esta situación tuvo lugar al final de dicha década, con el incremento sostenido de concesiones mineras con un importante despunte en la primera década del presente siglo, cuando se facilitaron millones de hectáreas para exploración y explotación.
Muestra de ello es que en los seis gobiernos pasados se concesionaron 48 mil 938 hectáreas con Miguel de la Madrid; 439 mil 928 con Carlos Salinas; 992 mil 783 con Ernesto Zedillo; siete millones 998 mil 834 con Vicente Fox; 21 millones 523 mil 828 con Felipe Calderón y 4 millones 169 mil 584 con Enrique Peña Nieto; un total de 35 millones 173 mil 895 hectáreas concesionadas.
El auge del extractivismo es también resultado del llamado súper ciclo de las commodities, durante el periodo 2003 a 2012, cuando la pujante demanda de materias primas por parte de China favoreció el despunte de los precios de los minerales y otras materias primas.
Lo anterior ha conducido a que en la actualidad, más del 11 por ciento del territorio mexicano se encuentre concesionado para estas actividades, una extensión similar a la del estado de Chihuahua, el más grande del país.
Este contexto favoreció además la súper concentración en el sector, pues hasta 2018, 10 por ciento de las tierras concesionadas eran controladas por Altos Hornos de México; 9.2 por ciento, por Grupo Peñoles; tres por ciento, por Minera Frisco; 1.9 por ciento, por Grupo México, mientras que las únicas dos empresas que participan en la fundición y refinación de oro primario son Grupo México e Industrias Peñoles.
Las empresas extranjeras, en particular las canadienses, dominan el resto de la minería mexicana, acumulando más de 70 por ciento de las hectáreas productivas y cerca de 90 de los proyectos en fase de producción.
Los ingresos al erario derivados de esta práctica son más bien simbólicos o en algunos casos nulos, ya que aun cuando se considera una labor esencial para la economía del país y que de ella se obtienen insumos básicos para bienes y servicios, incluidos medicamentos, no puede obviarse que los ingresos de los principales grupos del sector son descomunales.
Tan sólo la utilidad neta de Grupo México en su división minera fue de 1,355 millones de dólares (28 mil millones de pesos, en promedio) con un crecimiento en la utilidad por sus acciones de 54 por ciento, de acuerdo con datos de la propia empresa en 2019; en contraste, la recaudación fiscal que obtuvo el Estado mexicano fue de apenas 17 mil millones de pesos.
La investigadora concluye que la minería a gran escala no ha contribuido al bienestar de las comunidades ni ha generado recursos públicos para el país; en cambio, sí ha causado perjuicios en diversos ámbitos, sobre todo sociales y ambientales, como lo muestran los accidentes que se han presentado en varias partes del país, afectando la flora, la fauna y, en algunos casos, cobrando vidas humanas. Además, se ha incrementado la violencia y el crimen organizado en las regiones donde se instalan los proyectos.